Noches de verano

Muchos días tras caer la noche, tras la cena, me gustaba sentarme en la repisa de una pequeña ventana del único baño de la casa. Era un acceso, primero a obtener un poco de brisa y refrigerio en aquellas tórridas noches de verano. Segundo, era un acceso a una fuente inagotable de experiencias, sensaciones y vivencias bastante divertidas, para una mente como la mía en aquella época, aunque no siempre recomendables. 

Desde allí contemplaba casi toda la extensión de la calle; una recta de una sola entrada y una sola salida flanqueada en ambos lados por edificios, ya históricos. Mi posición en el último piso, me permitía no perder detalle de las gentes que la transitaban, de la fauna que la habitaba, incluidos una gran familia amiga de gatos de todos los colores y tamaños, nerviosa casi siempre por la intensidad de aquellos años y un aspecto que poco invitaba a acercarte. Y como no, por los personajes de todo tipo que vivían allí, en aquella calle de infinitos colores. 

Todas las noches con precisión de reloj suizo, recuerdo que entraba un gran camión blanco por el acceso a la calle y yo observaba cuando estaba en mi vertical, la gran abertura de su parte trasera. Un brazo de acero machacaba y trituraba todas las bolsas de basura que dos o tres siempre delgados y sucios trabajadores, lanzaban a aquella boca hambrienta e insaciable. Un ruido y una visión bastante inquietante en el sentido de que aquel contenedor, no parecía tener fin. Trituraba y trituraba, tragaba y tragaba. Eran tiempos en los que las basuras se acumulaban en puntos estratégicos de la calle, a la vista del público, sin unos contenedores que en un futuro sí que permitirían disimular la brutal cantidad de residuos que cualquier humano genera. 

Y qué noches más especiales cuando el grupo o artista de moda daba un concierto, unos cientos de metros más allá de donde me encontraba. Desde aquella repisa, bueno por toda la casa, podía escuchar nítidamente el impresionante sonido de aquellos conciertos y por supuesto los alaridos, aplausos, gritos y cantos de los más fanáticos fans de la historia. Creo que a partir de entonces se generó en mí un sentimiento muy vital por la música, de todo tipo y condición, puesto que en aquellas noches había una gran variedad de estilos y tipos que hicieron en mí un exquisito oído por las notas musicales. 

La cruda realidad del momento, no sé si la personal o la social también te ofrecía bastantes espectáculos, no circenses precisamente. Ciertos personajes de la zona ya cargados de abundantes consumiciones deambulaban por aquella calle, la mayoría de las veces solos. Estando asomado, embobado en mis pensamientos una jauría me alteró. «He, te voy a cortar el cuello, a mi hermano no le vas a tocar más los cojones hijo de puta». Notaba el creciente sonido de mi corazón golpear el pecho muy fuerte, un claro síntoma de alerta ante una sensación de peligro. Dos hermanos gemelos, con fama de macarras quizás por su aspecto desaliñado y peligroso, estaban increpando y amenazando a un tipo. De repente el tipo empujo a uno de los hermanos y al momento el otro, el pelirrojo agarro por el cuello al tipo para empotrarle contra la pared lateral de la calle. 

Pared exterior de un bar del que acaban de salir en el trasiego de la refriega. Al momento el otro empezó a propinarle golpes en la cara a conciencia brotando las primeras gotas de sangre. «Ahora ya no eres tan chulito no hijo de puta» gritaba el pelirrojo. Ante los crecientes gritos e insultos, empezó a aparecer gente y todos ellos formaron una gran piña humana salvajada, sobre todo cuando el pelirrojo saco algo de su bolsillo, que intento utilizar en aquella muestra de cobardía. Lo que más me hirió es que el individuo al que golpeaban y que trataba de defenderse sin mucho éxito a pesar de su corpulencia, se giró y le pude ver la cara. Resultaba ser el padre de un compañero mío y eso me entristeció. Me di cuenta en ese momento, de que cualquier padre, por muy superhéroe que fuera, en un momento cualquiera podía ser vapuleado, herido y humillado. 

Eso derrumbo en mí el mito de que el padre de uno siempre es el más fuerte, el más listo y el más sabio. Aquel pobre padre de compañero salió con vida de la refriega, sobre todo porque otras almas caritativas lograron frenar la violencia de aquellos dos hermanos, en especial de la mano que contenía lo que después comprendí que era un arma peligrosa. Un estilete, muy empleado en la época. Al día siguiente vi al hijo del agredido y como todo sé sabia en pocas horas, encima el pobre chico que había descubierto que su padre no era un héroe ni invencible, tuvo que soportar las burlas y el cachondeo del resto de algunos compañeros, más débiles que su propio padre en la agresión.